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Perdí un verso: por él lloré toda la noche/Juan Ruiz de Torres

 

 MATRIARCADOS 

Posiblemente el primer matriarcado tuvo lugar allá lejos, en la noche de los tiempos, cuando un hombre salió de la cueva para ir a cazar, dejando a su compañera  al cuidado de los niños, de los abuelos y del fuego. Se fue como un día más para cumplir con la tarea de enfrentarse a la fiera, pero esta vez no regresó a su hogar, quedando la familia junto a un fuego que durante días no asaría carne. Y al faltar en la cueva el sostén y la seguridad, posiblemente, a ella no le quedó más remedio que salir al exterior en busca de pequeñas presas. Desde aquel día, esta mujer fue la encargada de despellejar el animal, trocearlo y asarlo en la lumbre; aprendió a manejar el sílex para cortar las tiras de carne y ponerlas a secar; como también tendría que lavar las pieles y prepararlas para luego hacer el calzado y las prendas de abrigo que necesitaría la familia. Con esta sencilla historia que cuento, y que pudo suceder o no suceder, quiero decir que, desde aquel lejano día, la mujer siempre ha estado trabajando y protegiendo a su familia.
De una manera o de otra, ella siempre estuvo ahí, junto al hombre, haciendo las tareas que se le encomendaban. Luego, siglos después, a ella la veríamos tras la mula y el arado soltando la semilla en el surco recién abierto  con el agua hasta los tobillos hincando la ramita de arroz o tirando de las redes de pesca que después, sentada al sol, tendría que reparar. Y yo me pregunto, ¿pero cuándo la mujer no ha trabajado? ¿Por qué a estas alturas seguimos cuestionando la valía, el potencial que encierra la mano de obra femenina? ¿Y por qué, en tiempos de crisis, a ella se la despide con más celeridad que a sus compañeros? Cuando cierro los ojos siempre veo a las mujeres de mi tierra andaluza convertidas en señoras de la casa, pero también las veo como sembradoras en el campo, oficialas en tiempos de matanzas o en tiempos de vendimias; oficialas con la plancha, el zurcido y las agujas de tricotar; ellas fueron  maestras que enseñaban las primeras oraciones y las primeras canciones a los niños, antes de dormir. Ellas fueron licenciadas a la ahora de parir hijos, de amortajar a los abuelos y, sobre todo, fueron, doctoras que supieron hacer de la dificultad y la soledad un férreo matriarcado.

En la solana de los pueblos, donde el sol de abril cae tibio y el viento pasa de largo, las mujeres se reunían con sus agujas y labores para repasar la vida del vecindario y también para comentar, buscar consejos, animarse unas otras a la hora de mandar a las hijas a estudiar a la ciudad, en unos tiempos tan difíciles para ellas que hasta tenían cerradas las puertas de acceso a la universidad.  En 1840, ayer mismo, nuestra poeta y pensadora Concepción Arenal tuvo que hacer sus estudios en la Facultad de Derecho vestida de hombre, para hacer frente a la sociedad injusta y pacata con la mujer.
Pero demos un gran salto en la Historia de la Humanidad y retrocedamos 8.000 o 9.000 años y vayamos a La Patagonia, Argentina, donde se encuentra la Cueva de las Manos, un lugar mágico en donde aquel hombre de la noche de los tiempos, sintió la necesidad de escribir en las paredes de la cueva la biografía de su familia. Y allí dejó pintadas las manos del clan que él dirigía. Según los arqueólogos hay manos de niños, de  hombres y también de mujeres. Lo que viene a decirnos que, en aquel entonces, a ellas se les permitió formar parte de esta enciclopedia rupestre que ha llegado a nuestro tiempo.  ¿Qué pasó muchos siglos después para que la mujer tuviera que firmar sus libros con nombres de hombres si quería publicarlos? La literatura universal está llena de escritoras veladas, ocultas bajo nombres masculinos que ocuparon sus puestos. La lista es demasiado larga por lo que solo mencionaré algunos casos, por ser famosos, como son las hermanas Brontë: Emily, Charlotte y Anne. Las tres jóvenes inglesas,  en el siglo XIX publicaban sus novelas y poesías con nombres masculinos. En España y en 1900 está Carmen de Burgos, considerada la primera periodista formal de España y, sin embargo, firmaba sus libros como Gabriel Luna. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, fue célebre el novelista Fernán Caballero, pseudónimo bajo el que se ocultaba la escritora sevillana, hija de padre alemán, Cecilia Böhl de Faber y Ruiz de Larrea.
          Desde que la Humanidad tiene memoria no ha hecho más que poner al hombre en un cruce de caminos que, tomara el que tomara, lo conducía a situaciones difíciles. Y a la mujer la puso en ese mismo cruce de caminos despidiendo a su hombre.  Desde la noche de los tiempos, ella le está despidiendo, primero cuando salió de la cueva en busca de la presa grande. Más adelante volvió a despedirlo cuando él tomó un palo y le declaró la guerra a su vecino, y volvió a despedirlo cuando se convirtió en Templario, y lo despidió una vez más cuando las dos Guerras Mundiales. Y así se ha venido repitiendo. Hoy día vuelve a despedirlo en la frontera de Ucrania o cuando se lanza a cruzar el mar subido en una patera. Ella siempre ha estado sola, haciendo con su carne y su sangre un alto muro para conservar el matriarcado que no solo abarca a los hijos, también a la casa, al negocio y a las raíces familiares. Un ejemplo es lo que está ocurriendo hoy día en África. Todos sabemos que el Continente Africano se está vaciando de hombres jóvenes. Sabemos que mientras ellos están aquí buscando el equivocado “sueño europeo” ¿quién está ahora allí arando la huerta, cuidando de los animales? ¿Quién enseña a escribir y a leer a los niños? ¿Quién atiende a los ancianos y los entierra? Qué solas están las mujeres africanas.

Ni siquiera cuando yo era niña y vivía mi padre y tenía tíos y primos, todos ellos, hombres buenos, inteligentes, preparados para la vida, ante mis ojos infantiles, ellos pudieron eclipsar la imagen laboriosa y silenciosa de mis dos abuelas. Tanto la de Cádiz como la de Jaén demostraron su valía al quedarse viudas y solas frente a una familia numerosa que alimentar. Cada una de ellas, lejanas en el tiempo, pero igualadas en las dificultades salieron de la cueva y se pusieron al frente de los humildes negocios. Fueron dos mujeres que demostraron tener sobrada inteligencia para sumar y restar reales a gran velocidad, firmar contratos, dirigir y ordenar a los hombres que tuvieron a su cargo. Ellas fueron los primeros pilares de mi familia donde se encaramaron alguno de sus hijos, mis tíos, para ir a la universidad. Dos mujeres sin nada que declarar porque todo cuanto había en la casa estaba a nombre del marido y luego a nombre del hijo mayor.
Siempre que recuerdo a Granada, donde viví mi preciosa infancia, regreso al barrio de Pulianas, atravesado por un río pequeño que, de no haberse secado, debería llamarse Beiro. Como las lavanderas de Emilio Zola en su novela La taberna al río Beiro, desde muy temprano, iban llegando las mujeres para lavar en sus orillas canastas de ropa ajena. Allí pasaban la larga jornada, hincadas de rodillas haciendo la colada en el agua fría y con la pastilla de jabón Lagarto. Horas después se iban con los baldes de cinc apoyados en la cadera llenos de ropa limpia, todo ello por unos pocos duros que aportaban a la casa. Mis ojos son como un pueblo cuyas calles están pobladas de mujeres trabajadoras. Doña Pilar  fue mi primera maestra, Aurora se llamaba la anciana que me vendía el cucurucho de pipas; Fernanda, la joven que me recogía del colegio. Y estaba la madre Flor, la monja que nos enseñaba el catecismo y estuvo mi abuela Francisca, Gaditana, la encargada de revivir y perpetuar con sus historias las raíces de mi pueblo, Jimena de la Frontera. Y sigue estando mi madre, ya centenaria, marcando el matriarcado con su prudencia silenciosa. Cuántas mujeres junto a mi infancia y cuantas otras de cuyos nombres hoy no recuerdo y bien que lo lamento, sobre todo echo en falta el nombre de la bolillera que en su patio granadino me enseñó la ciencia del encaje.
Ángela Reyes. En el "Día de la Mujer". Lectura en la tertulia Arco Poético. Biblioteca Elena Fortún. Madrid, 10.3.2022. 
Lectura en la tertulia de Castilla-La Mancha, el 13.3.2022)


LA NOVELA: UN SER VIVO


ENTRE LOS BUENOS lectores de novelas,  que gastan su tiempo y su dinero en leer y en comprar libros, puede que   uno de ellos envidie más que nada la  magia, el ambiente feliz que  rodea al escritor en ese momento en que, sentado ante el ordenador, se abstrae de todo y se pone a crear mundos de ficción. Tal vez ese buen lector incluso envidie el don de fabulación que la naturaleza o los hados le concedieron, así como la oportunidad que le brindaron de poder considerarse, durante ese proceso de creación, como un dios menor dueño y señor de las criaturas de su novela y hasta de sus vidas, pues solo él puede a su capricho enamorarlas, luego enfrentándolas unas contra otras; a esta ensalzándola y otorgándole poderes sobrenaturales, a aquella convirtiéndola en un villano; criaturas hermosas, generosas o miserables y rácanas y todo ello sin necesidad de tener que rendirle cuentas a nadie.

Y lleva razón este buen lector al envidiar el momento de felicidad que siente el escritor cuando está fabulando, porque es cierto que existe esa comunión de cuerpo y alma,  por llamarla de alguna manera, entre él y sus criaturas. En esas horas íntimas en las que él se dedica a forjar amorosas o truculentas historias existe un bienestar difícil de encontrar en otro momento del día.  Pero también hay que aclarar que no todo es miel sobre hojuelas durante el proceso de creación de una novela. En una charla amistosa que el novelista mantuviera con el amable lector podría ponerlo al corriente del cúmulo de dificultades que tiene que solventar por cada página que escribe. Incluso le enumeraría  los muchos problemas que surgen, algunos tan extraños como el de haberse sentido prescindible en varias ocasiones para sus criaturas de ficción, al presentir que eran ellas y no él quienes dirigían el curso de la obra. 

Estas cosas ocurren, y muchas más, sencillamente porque la novela es como una familia numerosa complicada de manejar al estar compuesta por un conjunto de personajes, cada uno de ellos con sus vidas y sus vicisitudes a las que hay que ensamblar unas con otras y conducirlas con mano firme a lo largo de la narración. Esto es, la novela es una comunidad de vecinos donde sería muy raro que alguno de ellos no le causara problemas al presidente de esa comunidad.

EL NARRADOR.  Lo primero que hay que tener muy claro es sobre qué vamos escribir. La novela no se escribe desde la pasión y la improvisación sino desde la planificación del argumento, la organización de los personajes y el desarrollo de la trama. Todos tenemos grandes ideas en la cabeza, pero lo difícil es llevarlas a cabo, entrelazarlas bien unas con otras para que lleguen vivas hasta el final de la obra sin que pierdan el hilo conductor y hagan posible que la historia no se nos muera a las pocas páginas de haber nacido. Y suele ocurrir que ese hilo conductor es tan sutil que puede quebrarse en cuanto empecemos a poblar la novela de personajes, cada uno con sus problemas y su personalidad.

Si ya sabemos qué estilo de novela vamos a escribir  (de amor, policíaca, histórica, bélica, religiosa, costumbrista, etc.), pasemos ahora a elegir cómo vamos a contarla teniendo muy presente que en toda novela hay un narrador que cuenta la historia y presenta a los personajes. Pero narrar es más que describir unos hechos. Narrar es, sobre todo, crear un buen ambiente. Es el arte de introducir al lector en el mundo mágico que ha inventado para él,  teniendo en cuenta que todo cuanto el escritor narre en la pantalla de su ordenador también tiene que ser visto y sufrido y gozado por el lector, como si se tratara del guión de una película. Lo que el narrador no vea tampoco lo verá el lector. Ello quiere decir que deberá narrar convencido de que está viendo los colores, que oye el timbre de voz de cada personaje, que puede oler el perfume que entra por la venta y, aunque peque de exagerada, que siente la pena de ese personaje de ficción que acaba de perder a un ser querido. El narrador puede contar su historia desde dentro del argumento o desde fuera de él. Ambas formas son igualmente corrientes y se diferencian en: 

Narrador en 1ª persona: es aquel que participa de lleno en el argumento que está contando, al encontrarse dentro de él,  pudiendo reservarse para él el papel de protagonista o por el contrario elegir un personaje de segundo orden y, por lo tanto, quedarse en segunda  línea.

Narrador en 2ª persona: es el que se dirige a ti o a vosotros y es el menos corriente en la novela. Solemos  encontrarlo en el género epistolar y en los blogs, ese medio que ahora se ha puesto de moda. 

 Narrador en 3ª persona: es cuando nos habla desde fuera de la obra, como un simple espectador que cuenta lo que está viendo y, por lo tanto, sin participar en los hechos. Pero ocurre que si este narrador, aunque no intervenga en la trama de la novela, sí nos explica lo que piensan y sueñan sus personajes y hasta lo que van a hacer en capítulos venideros, entonces, se convierte en Narrador Omnisciente. Este narrador, que a modo de Dios en las alturas todo lo ve y sabe de sus personajes, es muy utilizado por la facilidad que le ofrece al escritor poder explicar los sentimientos de sus personajes y el porqué de sus maneras de actuar. 

EL EMPIECE. Otra cosa que hay que tener en cuenta es que la novela no debe ser un libro de texto y, por lo tanto, no debe escribirse para instruir a nadie, a no ser que sea novela histórica, su única misión es la de entretener, hechizar al lector con su lectura y poco a poco e introducirlo en la historia de ficción. No hay lectores de primera, segunda y tercera categoría, cualquiera de ellos será capaz de disfrutar de la novela e introducirse por los mágicos pasadizos que el escritor ha creado para él. Muchos escritores opinan que la novela debe iniciarse con una frase tan sugerente que sea capaz de atraer la atención del lector. De esos dos, tres o cuatro primeros renglones estriba muchas veces que el lector compre o no la novela. Y  los escritores lo saben y por eso se afanan en buscar inicios felices que, la mayoría de las veces, cuesta tanto encontrarlos. A mí me gusta ir por las librerías y almacenes de libros y, sin prisas, tomar uno y otros y leer el empiece. Cuántas veces he comprado el libro que no pensaba al sentirme atrapada por las dos o tres líneas que encabezaban el primer capítulo.  ¿Quién es capaz de soltar de las manos a la Lolita de Vladimir Nobokov con un empiece tan sensual? 

               -Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para  apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.

       Hay tantas frases felices que sería imposible enumerarlas a todos ellas, por ello solo pongo algunas de mis favoritas:    -Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. (…) Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya. (La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela).   

           - Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.  (Pedro Páramo de Juan Rulfo).

         -En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme... (El ingenioso e hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes).

       - Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos. (Los adioses de Juan Carlos Oneti)

      -El año de mis 90 años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. (Memoria de mis putas tristes de Gabriel García Márquez) 

PROTAGONISTAS.  A los actores principales rápidamente los detectamos ya sean héroes o villanos. Tanto a él como a ella se les reservan los mejores planos de la obra y la descripción más minuciosa de sus rasgos y su personalidad. Sobre el protagonista descansa el peso de la historia, puede decirse que de él depende la dirección que al final tome el desarrollo de la misma. Es tan importante su presencia que basta con que el autor introduzca un cambio en su personalidad para que la trama del argumento tome otro rumbo. Y, ¿es esto malo? Todo lo contrario, dichos cambios hacen más viva, más interesante a la obra. En las novelas policíacas son donde más se dan  estos giros bruscos, debido a que al autor le gusta echar mano del efecto sorpresa, ello es una licencia a la que nunca  suele renunciar. De esta guisa, cuando pensábamos que todas las papeletas para ser el asesino recaían en un personaje, el novelista va y dirige la trama hacia otros derroteros y el culpable resulta ser alguien de quien nunca hubiéramos sospechado.    

El protagonista debe destacar de entre todos los personajes de reparto, bien por su carácter positivo o negativo, debido a que sería un aburrimiento para el lector obligarlo a leer páginas y páginas donde solo hubiera un grupo de personas grises, anodinas, todas cortadas por el mismo patrón. Incluso en aquellas obras cuyos argumentos tratan de la vida cotidiana  siempre debe existir una figura principal que vaya tirando del hilo de la historia.  Hay novelas que tienen dos y más protagonistas descritos maravillosamente, personajes recios que ponen a prueba la maestría del escritor. Una de ellas es El Asedio (2011), de Arturo Pérez Reverte (Cartagena, Murcia, 1951), todo un ejemplo de cómo llevar hasta el último capítulo, con pulso firme, la vida y las vicisitudes de  los tres protagonistas que componen la obra: Rogelio Tizón Peñasco, un comisario que intenta cazar en Cádiz a un asesino en serie; Simón Desfosseux, capitán francés del cuerpo de artillería que tiene a su cargo el asedio a la ciudad de Cádiz y  Pepe Lobo, corsario que faena por el  golfo de Cádiz y el estrecho de Gibraltar hasta el cabo de Gata. Los crímenes, la guerra y la piratería ocurren en el mismo momento, los tres escenarios discurren por las páginas de la novela y sus protagonistas son tres hombres dispares, con oficios diferentes, que trabajan en medios que no guardan relación uno con el otro y que nunca se llegan a encontrar en la obra. En esta novela el autor ha creado a tres personajes principales que ruedan con tres argumentos distintos y que llevan pegados a ellos su corte de actores de reparto. 

También Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran, 1843.  Madrid, 1920), uno de los mejores novelistas de nuestra lengua del siglo XIX y principios del XX, utiliza dos personajes principales en Fortunata y Jacinta (1887). Dos mujeres casadas: la primera es adúltera, decidida y siente amor-pasión hacia Juan Santa Cruz. La segunda es respetable, burguesa, angelical, que siente amor leal hacia su esposo Juan Santa Cruz. Galdós narra las vidas de estos dos personajes con todo lujo de detalles, dos mujeres atormentadas y enfrentadas, donde no faltan situaciones comprometidas si tenemos en cuenta  que la obra fue escrita en el siglo XIX y el tema trata de un amor a tres bandos.

En La Casa Verde (1965), de Mario Vargas Llora (Arequipa, Perú, 1936), nos encontramos con tres escenarios donde se narra tres dramáticas vidas. Son tres mundos totalmente diferentes y separados entre sí  no solo por la dura naturaleza peruana, sino también por la cultura y la raza de sus protagonistas. Los hechos ocurren a la vez en el pueblo de Piura, en el convento de Santa María de Nieva llevado por religiosas españolas, enclavado en la selva amazónica, y en un puesto de la Guardia Civil. Ni que decir tiene el gran número de excelentes primeros personajes que arrastra cada uno de estos ambientes, como de personajes de reparto todos ellos imprescindibles para poder llevar adelante una novela tan ambiciosa. Merece la pena leer estas novelas para apreciar cómo se trabaja con varios protagonistas a la par sin que ninguno de ellos se pierda y se quede en el camino. Todo personaje principal es mimado por su creador. De él espera que se haga famoso, que logre sobrevivir al paso del tiempo con suficiente autoridad como para que, una vez muerto él, siga caminando, cruce fronteras y llegue a países donde su vida de ficción sea traducida a varios idiomas. ¿Acaso don Quijote necesita hoy día a Cervantes para seguir siendo, quizás, el protagonista de ficción más importante de la literatura universal?     

Fueron estos ejemplos y muchos otros los que me llevaron a hacer algo diferente a la hora de elegir cómo iba a desenvolverse la protagonista de mi novela Adiós a las Amazonas (2004). Y elegí que los capítulos fueran escritos por cada uno de los personajes que en ella intervenían. De esta forma, describí la novela desde diferentes puntos de vista, diferentes aptitudes y diferentes miedos frente a lo desconocido a la hora de encontraron dos mundos tan distantes como eran: uno, el mítico matriarcado de las amazonas y, el otro, la expedición de los españoles al mando de Lope de Aguirre, en el año 1560. 

AUTORES DE REPARTO. Junto al personaje principal se encuentran los llamados personajes de reparto, todos ellos de suma importancia para la obra porque cumplen la doble misión de acompañar al protagonista y la de enriquecer la trama de la novela. Por esta razón, todos ellos necesitan un mínimo de tratamiento, de espacio y hasta de vida propia dentro del argumento. También se pueden crear relaciones entre ellos, ya amorosas o profesionales. Esto es, hay que ser generosos con estos personajes de segunda línea a la hora de presentarlos si queremos que la novela gane viveza y se acerque más al lector. Pero también  hay que tener mucho cuidado con que su excesiva participación vaya a enredar la marcha del argumento. Hay que procurar que sus vidas no sean demasiado fulgurantes para evitar que eclipsen al protagonista. Muy firme tuvo que atar José Zorrilla (Valladolid, 1817. Madrid, 1893) a su  amplia lista de personajes de reparto en la obra de don Juan Tenorio para que estos no mermaran la personalidad de don Juan. En esta obra, como en casi todas de nuestro Siglo de Oro, goza de varios buenos personajes secundarios. Además de doña Inés, están don Luis Mejía, (su rival), doña Brígida (la alcahueta del convento), don Gonzalo (padre de Inés), todos ellos vigilando las oscuras calles sevillanas, hablando en voz baja, conjurando, movidos por el deseo de servir a la pareja de seductores de mujeres, don Juan y don Luis, y cobrar  por ello su recompensa.

Hay veces que nos encontramos con algunos personajes de reparto cuya personalidad es tan notable como lo pueda ser el protagonista. Un buen ejemplo es cómo el bueno de Sancho Panza poco a poco va adquiriendo peso en la obra. Con el paso de los capítulos, el socarrón y analfabeto escudero, va dando rienda suelta a su sensatez e intenta disuadir a don Quijote que no lleve a cabo tanto desafuero que solo sirve para acabar con su cuerpo apaleado. Sancho Panza llega hasta  rebelarse contra su amo, se vuelve respondón, y lo que no sabe argumentarlo con palabras lo hace con refranes. Al final, se hace tan imprescindible para el caballero andante que, en la segunda parte de la novela, Miguel de Cervantes (Alcalá de Henares, Madrid, 1547. Madrid,  1616), le da alas para que lleve a cabo algunos capítulos en solitario. También el doctor Watson camina codo con codo con Sherlock Holmes.  Y, ¿qué ocurre con Yago, el astuto y malvado alférez de Otelo? Él es el prototipo del perfecto villano, un ejemplo de cómo se puede destruir la voluntad de una persona hasta conducirla a la ruina. ¿Acaso Yago no tiene una personalidad más firme y tiene más empuje que el protagonista, Otelo?  

 Tampoco olvidemos la relevancia que hoy día tienen algunos pueblos, lugares, rincones por donde pasaron los protagonistas de algunas obras inmortales. La Mancha es ese lugar tan unido a don Quijote que  forma parte de su gallarda locura. La frase “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre…” ha saltado  fronteras  y es casi patrimonio de la literatura universal. Aunque con menos renombre pero también importante es el pueblo de El Toboso donde vivía la “sin par Dulcinea”. La ciudad de Verona sigue recibiendo millares de turistas cada año para fotografiar el balcón donde, según dicen, se asomaba Julieta para platicar con Romeo. En cuanto al escaparate de la joyería Tíffany sigue siendo un símbolo de la ciudad de Nueva York tras el rodaje de la película Desayuno con diamantes. En nuestros ojos aún están rubias y calientes las arenas del desierto de Arabia, al inmortalizarlas Lawrence de Arabia montado en el camello.  Y no nos olvidemos de Macondo. Todos sabemos que en ese lugar transcurre la historia de Cien años de soledad pero, ¿realmente existe Macondo? o ¿fue inventado por Gabriel García Márquez? (Aracataca, Colombia, 1928. México, 2014) Es riquísimo el mundo que rodea a esta novela. Todo en ella se hizo famoso, desde los personajes de primera fila, los de segunda y hasta el pueblo que sustenta la historia.

REBELIÓN. Una cosa muy importante que el buen lector debe saber es que la novela es un ser vivo. Tan vivo que puede ocurrir que, a lo largo de la narración, un personaje  cambie de personalidad o se apague antes de llegar al capítulo final. Por el contrario, a veces sucede que surge otro personaje en la misma novela que se rebela contra el novelista, su creador, exigiéndole mayor participación en la obra. Puede que llamarlo rebelión sea algo exagerado pero sí es cierto que,  a veces, el escritor presiente que algo se está fraguando contra él entre las páginas de la obra que está llevando a cabo. En ocasiones el rebelde es alguien a quién él le concedió muy poco papel porque fue creado para ser un actor de reparto, condenado a estar en segunda línea; incluso estaba destinado a desaparecer en los primeros capítulos. Pero el amigo se resiste a ser anulado y se va haciendo cada vez más imprescindible para la marcha del guión. El autor, compadecido, le concede unas páginas más de vida porque en realidad no molesta y lo mismo da anularlo en el capítulo III que en el V. De esta guisa, la trama avanza, el personaje sigue haciendo méritos y su desaparición se aplaza tanto que, al final, consigue llegar hasta el final de la obra.

Esto es lo que, según dicen, le sucedió a Gabriel García Márquez con la señora Úrsula de Macondo, protagonista de Cien años de soledad. A la madre de todos los Aurelianos su autor no le había concedido más que unos cuantos capítulos de vida, pero ella se hizo tan consustancial a la obra que, al final, sobrevivió a toda su larga familia.

EL CRIMEN.  Si hay algo que debe planificarse de antemano en la novela y con mucho cuidado es el crimen.  El muerto no debe aparecer en una página sin que antes el escritor haya elegido bien cuál de entre todos sus personajes va a ser el encargado de cometer el acto, cuándo lo va a hacer y el motivo para cometerlo. La forma con que el novelista exponga el crimen y el móvil que tuvo para hacerlo son puntos primordiales para sorprender al lector.  El porqué de un crimen no hace falta que se explique en el primer capítulo, puede hacerse a lo largo de ellos o en el último momento, para sorprender, pero el autor sí debe saber que al lector hay que atraparlo desde las primeras páginas, debe esforzarse para que sienta deseos de seguir avanzando en la lectura y no cabe duda de que este deseo va en consonancia con el buen o mal planteamiento que él haya hecho del problema.   

Al asesino hay que presentarlo poco a poco, marcando bien sus rasgos, su personalidad, sus problemas mentales, sus fobias, sus celos, sus problemas con la sociedad.  Al asesino hay que apuntalarlo firmemente para evitar que, en el transcurso de la obra, pierda peso o se quede difuminado y no pueda hacerse cargo del acto más importante de la novela: matar. Si ello llegara a ocurrir, el buen lector perdería interés y cerraría la obra sin acabarla de leer.  

 Pero, ¿y por qué se eclipsan los personajes de ficción? Pues por el simple hecho de que la novela es un ser vivo, como hemos dicho antes, y los personajes que la habitan, como en la vida misma, se apagan y hasta cambian de personalidad o de parecer conforme van cayendo las páginas. Es una lucha constante la que el escritor deberá mantener con todo el reparto de su obra para evitar que unos se desmanden y otros desaparezcan porque se volvieron perezosos. La pereza de los personajes es un mal que a veces aflora como la mala hierba en un bancal de vides y el problema mayor es cuando ataca a ese personaje a quien el novelista lo había elegido para ser la mano negra que enarbolara el arma y cometiera el crimen. Si pasadas las páginas el personaje ha perdido vigor o su personalidad se ha desvanecido, lo más seguro es que no pueda llevar adelante su trabajo. Y entonces viene el gran problema. Al escritor  no queda más remedio que detener la narración y ponerse a barajar a los personajes restantes, uno por uno, en busca de alguien que tenga la altura suficiente para poder cargarse a alguien. Y puede suceder también que, a la hora de intentar remediar esta chapuza, no encuentre de entre todos ellos al asesino que necesita.  Es como si los personajes de ficción se negaran a cargar con un muerto de última hora.

LA SEQUÍA LITERARIA. Qué terrible es el día que el autor se acomoda muy ufano ante el ordenador con ánimo de proseguir con la novela, coloca sus manos sobre el teclado y se queda agarrotado, incapaz de escribir una sola línea.  -Toc-toc-toc-,  golpea en las teclas, pidiendo que alguien  le eche un capote desde el interior. Pero nadie le responde.  -¿Hay alguien ahí?-, insiste nuevamente, sin resultado. Con la intención de poder engancharse al argumento, vuelve a releer desde un principio las 150 páginas ya escritas, las revisa, las corrige y ni por esas. La novela parece deshabitada, nadie acude a su llamada para darle el tono que necesita y poder continuar la historia. Cuántas obras sin acabar duermen en los oscuros entresijos del ordenador, cuántos personajes literarios se encuentran con sus vidas interrumpidas, a la espera de que a su creador le llegue nuevamente la inspiración y termine de contar la historia que para ellos había preparado.

VESTIR LA NOVELA. Bien, la novela ya está finalizada, ha reposado unos meses,  ahora hay que volver a revisarla con cuidado para corregir los errores que, sin duda, se colaron y, sobre todo, hay que “vestirla” o, lo que es lo mismo, embellecerla, añadirle pequeños detalles que durante el proceso de creación  quedaron sin definir. Hay que fijar bien el carácter de cada personaje y hasta sus vicios. Hay que llenarla de lunares, cicatrices, flequillos, verrugas, mellas, tics de ojos. Debemos colorear cabellos, ojos y mejillas de cada personaje. Pero, cuidado con estos pequeños detalles que tienen la tendencia a jugarnos muy malas pasadas. Mucha atención a ese cojo que aparece renqueando del pie derecho en la página doce y más adelante cojea del izquierdo, porque estaríamos creando un tipo que se sostiene en vilo de casualidad. Y, ¿qué decir de las cicatrices en el rostro? Qué fatalidad, si el navajazo de una mejilla saltara a la contraria. 

Para evitar estos gazapos tan importantes que el lector los caza al vuelo, es preciso abrir una ficha a cada personaje de la obra en donde se va imprimiendo sus características, además de otros detalles tan importantes como el tono de su voz, la forma de reír y de mover las manos. El autor pecará de ingenuo si piensa que conoce muy bien a todos sus hijos. Claro, los conoce, pero cuando la obra lleva doscientas páginas y a ella siguen sumándose personajes, cada cual con su personalidad y sus problemas, es posible que ese mutilado de guerra a quien le faltaban dos dedos de la mano derecha, luego, en otra página le faltarán tres dedos menos y en la siguiente con solo uno. Por eso, no cabe duda de que, aparte de estas fichas personales, el mejor método es dejar reposar la novela varios meses y luego volver a leerla. Los errores se detectan con mayor facilidad desde la distancia y con la frialdad que  marca el tiempo. Por algo decía Horacio que las obras debían reposar siete años. Yo creo que se pasó.

PALABRAS MAL SONANTES. Hay novelistas que procuran evitarlas sustituyéndolas por otras palabras que, sin duda, ofrece el idioma en el que están escritas y que gozan de la misma fuerza.  Sin embargo, otros escritores piensan que en narrativa no debe haber palabras proscritas porque todas ellas, hasta la más sonora blasfemia, tienen su espacio en un texto si se las saben ubicar en el lugar preciso. Benito Pérez Galdós,  en Fortunata y Jacinta, pone en boca de la señora Segunda un diálogo que, por tratarse de una mujer y del siglo XIX, seguro que Galdós debió pensárselo mucho si incluirlo o no: y lo incluyó. Y así, la tal Segunda dice:   -Onde está el judío ladrón que ha entrado sin mi premiso? ¡Hostia!, que le parto por la metá.

La obra de Don Quijote está plagada de los accesos de cólera que padecía el hidalgo manchego, sufriéndolas casi siempre el pobre Sancho. Pero  para que no se trate solo de ejemplos de escritores españoles, Graham Greene, en El tercer hombre,  pone en boca del policía que anda buscando a ese hombre que vive en las sombras:   -A él sí que quiero oírle cantar. El hijo de puta. El hijo de la grandísima puta.

TIEMPO Y LUGAR. Otro punto que no debemos descuidar es el tiempo y el lugar donde vamos a  desarrollar la historia. Merece la pena recordar que no siempre existieron los avances en tecnología, el mismo mobiliario, vestimentas, utensilios, etc., que hoy nos rodean. Hubo un largo periodo que en Europa no se conocían la patata ni el tomate; hubo otro anterior que nada se sabía de la gallina y, por consiguiente, del huevo. En las novelas históricas es en donde más deslices podemos cometer, tanto más cuanto más lejanas estén de nuestros días. Por ello, además del consabido trabajo de creación, tiene que haber mucho de investigación para aproximarnos lo más posible a la época sobre la que vamos a escribir.

Si pensamos ubicar  la novela en la mítica era micénica, habitada por hombres guerreros y casi dioses, tenemos que saber que de aquella época apenas encontraremos referencias, debido a que muy pocos sabían escribir. En aquellos lejanos años eran los escribas los encargados de tomar el cálamo y anotar en las tablillas de barro tierno los sucesos del día y la marcha de los negocios. Luego, estas tablillas se cocían y se almacenaban, despareciendo o  rompiéndose la mayoría de ellas con el paso de los siglos. Todo cuanto no encontremos en la Ilíada y en la Odisea de Homero y cuanto no seamos capaces de ver en los dibujos que adornan las cerámicas de esa época (vasijas, platos, escudos de guerra), hemos de inventárnoslo con mucho tiento si se escribe sobre aquel lejano y maravilloso mundo.

TITULAR LA OBRA. Y llegamos a uno de los apartados que no debería encerrar problema alguno como es el de ponerle un buen título a la novela o, lo que es lo mismo, bautizarla para  darle la entidad que necesita y pueda ser nombrada y recordada una vez que salga de las manos de su autor. Daniel Divinsky, de Ediciones de la Flor, dice: “Un título no hace que un libro se venda, pero hace que el candidato a comprarlo lo levante de la mesa”. Claro está que el título, por inspirado que sea, no debería ser el punto principal de la novela, la prueba es que El Ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, Crimen y Castigo, Guerra y Paz, Cien años de Soledad, El Aleph (cuento), Rayuela y tantas otras de todos los tiempos que triunfaron no por sus títulos sino por la maestría con que las escribieron sus autores. 

Pueden ser diversos y muy curiosos los caminos por los cuales se llega al título feliz. Hay autores que no tienen dificultad a la hora de titular,  mientras que otros  lo consiguen  mediante una búsqueda que puede ser desesperante al ver que la novela, ya acabada, espera ese nombre. Y cuando ya lo tiene, aparece el editor y le dice que el nombre es un desastre. Y vuelta a pensar. Pero claro está, la asignatura de titular la novela solo tienen que aprobarla los autores que no son famosos. Para los otros, para aquellos que ya saltaron a los periódicos y de ellos se espera la llegada del libro del año, no hay problema porque, a modo de reclamo, basta con que el editor ponga sus nombres en grandes titulares y en letras menores el título de la novela. Cuando se salta a la fama lo de menos es el título y ni siquiera, me atrevo a decir, el tema de la obra. El público comprará la obra no por lo que vaya a contar ese célebre escritor sino porque está avalada por su nombre.

No obstante, hasta el escritor novel sabe que titular bien o mal no es ni mucho menos el problema principal al cual va a enfrentarse su obra. Él es consciente que el más importante de todos es el de la tremenda competencia que existe hoy día. La globalización ha abierto tantas fronteras que las librerías están a rebosar de obras nacionales y extranjeras, de best-seller que se suceden unos a otros, cada año, sin tiempo para leerlos.

 Da lástima encontrarse con estanterías y mesas repletas de obras a las que nadie presta atención y que, pasado un corto tiempo, son devueltas a sus autores. En vista de ello, para sobresalir no queda más remedio que titular la obra de la manera más incisiva, más provocativa, más original que los demás y así llamar la atención del comprador apático y conseguir que, al menos, “levante el libro de la mesa”. Un ejemplo fueron  las obras que antes de morir dejó escritas el sueco Steig Larsson, autor de la trilogía Milenium y que en España fue traducida: Los hombres que no amaban a las mujeres. La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina. La reina en el palacio de las corrientes de aire.

CÓMO LLEGA LA NOVELA A LA LIBRERÍA.  Todo depende del trabajo que haga el editor con ese libro que acaba de nacer, de la fe que ponga  en él y de las ganas que tenga de promocionarlo. En España ningún editor está dispuesto a gastarse miles de euros para promocionar la obra en medios y revistas. Ninguno da un paso al frente para arroparla con presentaciones en diferentes ciudades, como suele hacerse en diversos lugares de los Estados Unidos de Norteamérica, donde el autor y el editor se unen para acercarla al público. Ambos saben que la novela es un producto que necesita dedicación o, como ahora se dice, marketing si no quieren que ésta pase sin pena ni gloria. En España los editores no arropan a sus autores. Solo les conceden una tarde de gloria: el día de su presentación para darse a conocer y vender, si acaso, unas pocas docenas de ejemplares a amigos y a parientes. Pasado ese momento, lo olvidan y corren para captar otro autor y otro más, a quienes les aguarda la misma suerte. 

De este modo, los libros de los autores no conocidos por el público, si llegan a la librería, solo pueden aspirar a vivir una corte temporada colocados de canto y perdidos entre las largas y múltiples baldas de las estanterías, sin publicitar y, por lo tanto, anónimo e inexistente para el público. Pasado un plazo, si nadie lo reclama, será devuelto a la editorial. Solo las obras de autores famosos, nacionales o extranjeros, tienen sus exhibidores en los escaparates y sus mesas publicitarias. 

Hace algunos años aparecieron  las llamadas “editoriales de mujeres”, con el fin de ayudar a las creadoras a abrirse camino en el difícil mundo literario manejado por hombres. Bajo mi punto de vista considero nefasta la separación de sexos. Pienso que ambos deben caminar juntos por la tortuosa senda de la literatura, pero no como competidores sino como compañeros. Lo curioso es que estas editoriales femeninas pronto se olvidaron del ideal para el que fueron creadas y ahora, como siempre hicieron las editoriales convencionales, no trabajan más que con aquellas autoras que ya han saltado a la fama.

LA SOLEDAD DEL ESCRITOR.  Querido buen lector, he dejado para lo último el más reconocido de cuantos problemas padece el escritor: la soledad. A lo largo de los treinta y cinco años que he venido participando muy activamente, junto a mi esposo Juan Ruiz de Torres, en el mundo de la literatura madrileña, he podido constatar lo poco que le importa a la gente el mundo de la literatura. Como ya he dicho, solo el novelista del momento sale mejor parado. Durante un año verá su nombre escrito en letras grandes y acaparando la atención en la Feria del Libro o  recomendado como regalo de Navidad. Pero, la Literatura  es mucho más que la novela. ¿Qué pasa con los escritores de cuentos?: de ellos nada se sabe, han desaparecido. ¿Y la poesía?: ni siquiera interesa a la familia del poeta. ¿En cuanto al teatro?: es para gente exquisita. ¿Y el ensayo?: es solo para los intelectuales.

Esto es así, desgraciadamente. La prueba es que a las presentaciones de cualquiera de los géneros literarios antes mencionados solo acuden los mismos románticos, siempre se saludan  los mismos rostros compañeros. A la prensa ni se la ve, ni se la espera, porque nuestra prensa no quiere correr riesgos y solo opina de los escritores muy consagrados y, al ser posible, muertos. De los muertos  seguirán hablando hasta la eternidad. 

Por todo ello, el escritor vive en una espesa soledad que, si bien fue necesaria durante el proceso de creación, llega a convertirse en lastimosa si esta soledad se alarga una vez que el libro ha sido escrito y se queda a vivir con él  el resto de su vida. El escritor sabe que, si no consigue romper la barrera de la soledad, nunca saltará a la fama y si no salta a la fama nunca serán sus libros traducidos a otros idiomas y si no son traducidos jamás podrán caminar solos una vez haya muerto él.

Entonces, querido lector, usted se preguntará si escribir una novela encierra tanta complicación, arrastra tantos problemas durante y después de su creación, si acarrea tanta soledad, tan poca fama, ninguna fortuna, ¿por qué se escribe? Solo se me ocurre decir que se escribe porque durante la creación de criaturas y mundos de ficción el escritor entra en un tiempo de felicidad. Aunque parezca extraño, entre el escritor y sus criaturas se entabla una empatía difícil de encontrar en otro medio, a pesar de los problemas que sin duda van a darle a lo largo de la creación de la obra. A veces, esta compenetración del autor con sus seres de ficción es tan intensa que cuando la obra finaliza él tiene la sensación de haber perdido a su familia. 

Gabriel García Márquez lo explica mejor:

¿Qué clase de misterio es ése que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella; morir de hambre, frío o lo que sea, con tal de hacer una cosa que no se puede ver ni tocar ni que, al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada? 

 

Ángela Reyes.  Madrid, 2016/2017